Publicado 10-10-2008
La Academia Sueca concedió ayer el premio Nobel de literatura a Jean-Marie Gustave Le Clézio, definiéndole como un "escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensibilidad extasiada; explorador de la humanidad, dentro y fuera de la civilización dominante". Narrador militante -"la novela es el mejor sistema para entender el mundo", dijo ayer-, humanista, crítico de la modernidad, admirador de Conrad y Stevenson y apasionado por los mitos antiguos, Le Clézio, es el prototipo del ciudadano del mundo, aunque insista en que su pequeña patria es la isla Mauricio, en el Índico, el lugar del que es originaria su familia y cuya nacionalidad ostenta, junto a la francesa.
"Escribo novelas porque no soy capaz de escribir mis memorias"
"No soy un exiliado, tal vez un nómada, por razones económicas"
Autor de medio centenar de obras, la mayor parte narrativas, el escritor recibió la noticia en París, donde se encontraba de paso, recién llegado de Corea y de camino hacia Canadá. Su nombre formaba parte de los candidatos al premio desde hace años, aunque nunca se le consideró un favorito. Hace unos años la revista Lire le escogió como el más grande escritor vivo en lengua francesa, pero Le Clézio no forma parte del mundillo editorial y literario francés y no ha estado muy al corriente de la admiración que despertaba.
La llamada de Estocolmo le cogió por sorpresa, explicaba ayer en una sala abarrotada de la editorial Gallimard, en París, donde ha publicado la mayor parte de su obra. Se limitó a contestar: "Muchas gracias".
Su propia vida, sus raíces, son una novela de aventuras. Nació en la localidad francesa de Niza el 13 de abril de 1940, a donde su madre y su abuela habían llegado como inmigrantes procedentes de la isla Mauricio. Una historia de ida y vuelta, porque en realidad sus antepasados, originarios de Bretaña, habían emigrado a esta parte del mundo a finales del siglo XVIII, cuando todavía era una colonia francesa. Cuando pasó a manos británicas se convirtieron en súbditos de la corona.
Su primera juventud la pasó en Gran Bretaña, en las universidades de Bristol y Londres, donde incluso impartió clases de literatura. En un momento dado, sin embargo, decidió escoger la lengua francesa para expresarse. Con sólo 23 años, en 1963, ganó el premio Renaudot con su primera novela, El atestado, todavía en la ola de un cierto experimentalismo, a caballo entre el existencialismo y el nouveau roman. Siguieron La fièvre (1965), El diluvio (1966), Terra amata (1967) y La guerre (1970). Con Desierto (1980), en la que realiza una serie de retratos entrelazados de los antepasados de su esposa, Jemia, de origen saharahui, se consagra y obtiene el premio de la Academia Francesa.
Su literatura desvela la ambigüedad de las consideraciones contemporáneas sobre las identidades. De África pasa a América. Vive 12 años en México. Se mueve, esencialmente, entre las culturas indígenas, de las que toma la voz. Voyage de l'autre côté, es uno de los frutos de esta experiencia. Pese a que no se considera un "académico", como dejó claro ayer, ha ejercido y ejerce todavía la docencia en universidades de México, Londres, Perpiñán, Bangkok, Boston, Austin y, actualmente, en Alburquerque, en el estado norteamericano de Nuevo México. Habla perfectamente francés, inglés y español, como demostró ayer en su encuentro con los medios de comunicación, respondiendo indistintamente en cualquiera de estas lenguas.
"Escribo novelas porque no soy capaz de escribir mis memorias", aseguraba esta misma semana hablando de su última novela Ritournelle de la faim. "Cuando escribo novelas cambio de personalidad, la novela te permite convertirte en otro; es magnífico, meterte en la piel de otra persona, de otro sexo". "Mi mensaje es claro", dijo ayer, "hay que seguir leyendo novelas porque son un gran sistema para entender el mundo, un modelo que no es esquemático y que por eso permite hacerse preguntas".
Con una mirada entre sorprendida y serena, este hombre alto, de porte distinguido y cuyos rasgos conservan una cierta belleza de joven adolescente, respondió sin agobierse a las preguntas que le lanzaban los periodistas. Siempre atento a la paradoja; "No, no viajo mucho. Voy a un lugar y me quedo allí un tiempo"; "Mi pequeña patria es la isla Mauricio"; "No soy un exilado, tal vez un nómada, por razones económicas"; "La lengua francesa es mestiza, la cultura francesa es un lugar de encuentro"; "Escribir es escuchar el ruido del mundo y viajando se escucha mucho mejor".
La extranjería, de hecho, es una de las constantes de su obra: "La condición de extranjero hoy nos define como humanos, pese a que vivimos en sociedades en las que el hogar, las fronteras y las leyes sociales son importantes", señalaba en una reciente entrevista. "Lo que se llama mundialización", continuaba, "es el invento de un ser humano nuevo que supera las fronteras y se comunica de diversas maneras nuevas. Un extranjero es alguien que puede imaginar los otros mundos y puede trasladarse a otras civilizaciones". En su opinión, no existe choque de culturas en el mundo actual, sino un poder central industrial y tecnológico al que se resisten las diversas culturas: "Ese enfrentamiento responde al esfuerzo por sobrevivir".
Preguntado sobre qué libro suyo recomendaría eligió Pavana (1992) porque, explicó, corresponde a un combate que llevó a cabo en México, con otra gente, contra la empresa Mitsubishi, que quería instalar una fábrica de sal en una zona donde las ballenas grises acuden a parir. "Y conseguimos impedirlo"; añadió.
Sobre la crisis financiera no se le ocurrió gran cosa. "Tengo poco que ver con los bancos, aunque estoy un poco endeudado". Y sobre su pertenencia a una u otra corriente literaria respondió tajante: "Soy tan solo un escritor, que es un testigo, nada más. No pertenezco a ninguna corriente".
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